Cuando se empieza a desandar el camino que separa Fez del sur de Marruecos comienzan a surgir a lo largo del viaje distintos paisajes. Con pocos kilómetros andados se atraviesan distintas geografías que van armando un país en obra, con ciudades de estilo europeo, y otras que conservan la esencia de un sitio musulmán y africano.
Sobre los costados de las rutas se ven fábricas en construcción, los caminos se bifurcan para dar paso a una autopista que está avanzando rápido, mientras circulan sin problemas carros tirados por burros con familias enteras en su interior, o simplemente se observa la cosecha manual que va transcurriendo al costado de la moderna carretera. Como si el tiempo no importara.
Pero cuando el desierto empieza a dominar el paisaje, las carpas de los nómades, la mayoría pertenecientes a la tribu bere bere, se van multiplicando. Son amables, abren sus carpas. En el medio del desierto tienen algunas cosas y las muestran. Dentro de la carpa, una alfombra que en algún momento ha sido tejida por mujeres, transforma el lugar. Y algunos objetos cuidados, como las teteras en las que preparan el té verde con menta, transforman la pobreza en una forma de vida distinta, donde nunca se ha perdido siquiera el buen gusto. Muestran a sus hijos, sus ovejas, el fuego donde cocinan. Posan para la foto, y agradecen el dinero, que más tarde transformarán en comida.
El viaje sigue. En la ciudad de Merzuga está el desierto. Los hoteles imitan las viejas fortalezas y al igual que todas las construcciones de la zona son de adobe. La mayoría de sus ocupantes, tanto dueños como empleados, son bere bere y hablan de la otra tribu, los tuareg, como la gente que vive en el desierto cerca de Argelia. Sin embargo viven entre ellos, quizás en otros lugares.
La ropa que llevan es color índigo porque espanta a los bichos en el desierto. Son una multitud de jóvenes al servicio de los viajeros. Son amables y parecen no desconocer ningún idioma. Y llama la atención el nivel de educación basada en la comprobación fáctica de la naturaleza, del cielo y del tiempo con el que cuentan para pensar cada paso, cada palabra.
Los nombres se repiten. Se llaman Said, o Hassan, o Ibrahim, o Mustafá. Difícil encontrar otro nombre. Tienen cerca de 20 años, o de 30, o de 40. Es que no les parece importante la fecha de nacimiento. Un día son anotados en un registro, casi siempre un 1º de enero, con un nombre repetido y sin ninguna precisión.
Said tiene más o menos 20 años. Habla francés, inglés, español y cuanto dialecto fluya en la zona, además del árabe. Sólo con estar un rato frente a él se aprenden palabras y oraciones del árabe. Y algunos otros misterios. La prisa mata, dice Said cuando se le pregunta la hora. Y aclara que él tiene tiempo, por eso no tiene reloj. Cuando un nombre le parece difícil, elige otro, y bautiza a los viajeros. Fátima Cous Cous es el nombre que elige para mí, en honor a la hija de Mahoma y a una de las comidas típicas.
Said dirige la caravana de camellos con las que se cruza el desierto. Un paisaje ondulado y naranja que se va apagando con la sola intención de que el cielo brille, como si alguien acomodara estrellas sin nubes en el medio de la nada.
Para dormir en la carpa, alguien la pide una almohada. Said hace honor de un castellano perfecto y explica: “Estamos en el culo del mundo”. Luego, junto con el resto de los bere bere vestidos de azul comienzan a cantar y a tocar en sus propios instrumentos un sonido que parece surgir desde abajo, desde la arena que ha dejado de hablar, como todo.
Hay que evitar dormirse para que el cielo no se escape, ni se termine. Pero el sueño vence. Luego, el sol vuelve a teñir todo de un naranja único y el desierto se ondula marcando el camino de vuelta que quizás nunca más se vuelva a andar.
Ellos son los dueños de ese paisaje único, pero lo comparten con el viajero. Nosotros tenemos esto, dice Said, pero nos falta mundo. De nada sirve explicarles que es mentira, que el mundo no cabe en el desierto. Una extraña paz llena de golpe el cuerpo, y algo adentro se ondula y se vuelve naranja, mientras se camina sereno con el sonido interminable de las palabras lentas de los bere bere que tienen el mismo nombre. Y todo el tiempo.