Por Sebastián Rogelio Ocampo
Llegué con mi auto a una casa de frente blanco, la pintura descascarada, manchas de humedad, grafitis en aerosol. Las persianas rotas, cerradas; una puerta en el medio. Golpeé.
Demoraron. Cuando se abrió la puerta salió un tufo asqueroso. Se asomó una mujer muy delgada, con los pómulos salientes, las mejillas chupadas, el pelo rubio, sucio, salpicado de mechones canosos. Estaba con unas alpargatas agujereadas.
-Ah, doctor – dijo.
Pasamos a un ambiente donde había una mesa en el medio. Había escombros, basura, chapas, maderas en el piso, un bastón apoyado en la pared y un oso de peluche sucio colgando de un clavo. Entramos a una habitación: era grande, podían caber tres camas ahí, pero había una sola, la de la mujer, contra la pared. Un colchón cubierto con una sábana mustia y una frazada vieja a los pies. Olor a humedad. Había un banquito; sobre él, un mate hecho en un vaso de plástico y una bombilla de metal. Había otro vaso con yerba y uno donde había habido azúcar. Una pequeña Biblia a un costado. El piso era de madera, un parquet rotoso y opaco.
-Soy psiquiátrica- dijo.
Después me contó que tenía diarrea y dolor de panza. La diarrea sin sangre, era más bien acuosa y marrón, dijo. Hablaba como si quisiera seguir durmiendo, que era lo que -me dio la impresión- estaba haciendo cuando llegué.
La revisé: el abdomen, los pulmones, no tenía fiebre. Tenía olor a orina y a sudor.
-Está leyendo la Biblia- le dije.
-Sí- me dijo. -Me encanta leer, como no tengo otro libro la leo una y otra vez. Ya la leí como cincuenta veces.
-Yo nunca la leí- dije.
-Debería. Yo no creo en Dios pero considero que es una gran obra literaria.
Se agachó, de abajo del colchón sacó unos papeles. Me los extendió. Eran poemas.
Los leí en voz baja. Eran apasionados y cursis.
-Son muy buenos- le dije.
-Hasta en la mitad de la vida estamos en la muerte, eso dice la Biblia. Hay cinco suicidios en la Biblia- agregó. -El Rey Saúl, Ahitofel, Sansón, Zimri y Judas Iscariote.
-Muy interesante- dije.
-Muy…
-¿Está pensando cosas raras?
-¿Qué quiere decir?
-Si está pensando en la muerte- dije.
-Los suicidas van al infierno, eso también dice la Biblia- me dijo.
Le ofrecí hacerle un inyectable para el dolor de panza. Me dijo que era fóbica a las agujas.
-Bueno – le dije. – Haga dieta, coma arroz blanco, fideos, polenta con aceite y queso, algún bifecito.
-Hace cuatro días que no tengo para comer – me lanzó como un cross a la mandíbula.
Me quedé parado sin saber qué hacer. Y como no supe le pregunté si tenía a alguien que la ayudara. Un hermano, me dijo. A veces viene a traerme algo. Me despedí y me retiré con la sensación de haber hecho las cosas mal. La conciencia me mordió toda la tarde.
Fui al baño a una estación de servicio. Me compré una gaseosa. Después atendí a un señor de 96 años, italiano, que tenía una virosis respiratoria. El hombre rememoró su infancia entre los alemanes que habían invadido Italia en la segunda guerra mundial. Después me tocó ver a una señora con una crisis nerviosa porque el hijo le había chocado la moto. Más tarde un colectivero con lumbalgia. Finalmente cerca de las seis de la tarde me pasaron una paciente de 81 años, motivo de consulta tos con expectoración.
Llegué al domicilio, una casa humilde con techo de chapa. No tenía timbre así que golpeé una puerta de madera verde. Salió una joven con un bebé en brazos que me hizo pasar. Una mesa con un mantel floreado, un televisor, una imagen de Cristo “Jesús es el camino” pegada en la pared. Entramos a una habitación pequeña, había una anciana, gordita, de cara sufriente acostada en la cama. Tenía tres almohadas debajo de la espalda. Tosió y escuché un catarro abundante. Otra mujer, vestida con una remera blanca, pantalones marrones y ojotas, me dijo que era la nuera. Hacía diez días que la anciana estaba con esa tos, escupiendo pollos verdes, y cada tanto hacía fiebre. Revisé a la señora, me dijo que era hipertensa pero que no estaba tomando la medicación.
-No hay plata para remedios, no hay plata- me dijo.
La joven se sentó en una silla a un costado y se puso a darle la teta al bebé. La nuera seguía mis pasos con la mirada expectante. Llegué a conclusión de que tenía una bronquitis aguda. A la pasada, la anciana volvió a decir que no tenía plata. Miré la pared: había un rosario colgado, a un costado un espejo manchado en las esquinas. Me puse a recetarle el antibiótico y me di cuenta de que no iban a poder comprarlo. Saqué mi billetera, agarré un billete de cien pesos y le di a la nuera la receta con el dinero.
-Para que compre el antibiótico- le dije.
La mujer tartamudeó, me dijo muchas gracias y me preguntó cómo hacía para devolverme el dinero. Le dije que no importaba y mientras se lo decía me di cuenta que los cien pesos no le iban a alcanzar para comprar el remedio que saldría ciento sesenta o por ahí. No sé por qué, por pelotudo, o mezquino, o no sé, no saqué más plata. La mujer me volvió a agradecer. Me despedí y me retiré.
La nuera se parará frente al espejo, se acomodará el cabello, una hebilla. Le dirá a la anciana que irá a la farmacia a comprar el antibiótico. Caminará por la vereda, un perro se le cruzará y ella lo espantará con un movimiento de la mano. Un auto pasará junto a ella y el chofer se detendrá para preguntarle por una calle. La mujer llegará a la farmacia, irá a la balanza y se pesará. Después esperará a que las tres personas que están antes de ella hicieran su compra. Al llegar su turno pedirá el antibiótico, entonces le dirán que el valor es de ciento cincuenta o ciento sesenta pesos. La mujer mirará el billete, vacilará, y dirá que después volverá a comprarlo. Caminará por la vereda de vuelta, las cinco o seis cuadras que la llevarán a su casa. Le dirá a la anciana que no le alcanzó la plata, ambas se quedarán unos segundos en silencio. La anciana le dirá anda a comprar arroz y unas salchichas. La nuera no le preguntará ¿qué hacemos con el antibiótico?, la anciana tampoco hará alusión al tema, entonces saldrá a la calle e irá al almacén.
Va a hacer frío esta noche, le dirá la joven con el bebé en brazos a la anciana.
Me detuve en una calle oscura, me senté en el capot del auto y me prendí un cigarrillo. La brasa parecía más roja e intensa en la oscuridad. No se veían estrellas. Pasó una moto y me asusté, pero era una pareja con un bebé en el medio. Fumé, con tristeza, como se fuma a veces, así, casi sin esperanzas.