Todos los días se sube a su mundo de 20 asientos; lo hace con gracia sin ser cargosa, con un discurso breve, claro, sin rodeos. Ofrece por diez pesos un juego de lapicera, birome, resaltador y corrector líquido que en las librerías está a 25. Son seis o siete horas, subiendo y bajando por los barrios de Rosario, esquivando al centro “porque es donde suben los chanchos”, en referencia a los inspectores del transporte público que controlan que los pasajeros paguen sus boletos. Hace 28 años que Graciela carga con su mochila y su mejor sonrisa, para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero, y ofrece no sólo biromes, también agendas, calculadoras, pilas o abanicos en verano: “Ahora está complicado, con el tema de la importación hay muy poca mercadería, mis productos son de origen chino y está mermando”, asegura.
Si bien existe una ordenanza municipal que prohíbe la venta ambulante en los colectivos, “hay choferes que son piolas y nos dejan subir, el nuestro es un trabajo en negro como tantos trabajos en negro que hay desde el Estado para abajo. Son estrategias de supervivencia en el ámbito de lo lícito”, explica Graciela, quien asegura que antes “los choferes viejos eran más piolas, ahora hay chicos nuevos, muy individualistas, que tienen el discurso de la patronal y no te dejan subir. También está el que con alguna seña de luces te avisa si el «chancho» está arriba, entonces lo dejo pasar”.
La habilidad de Graciela está en ofrecer y vender en apenas cinco cuadras de recorrido: “No hay que ser cargoso, la gente está cansada del verso, el discurso tiene que ser corto y contundente, yo te ofrezco un set a 10 pesos que en las librerías te costaría 25, ese es el mensaje, listo. Comprás o no. Yo me muevo por los barrios, evito el centro porque hay más controles”, agregó la vendedora que por mes hace unos “más, menos, cinco mil pesos. Hay que vender buenos productos, porque después a ese comprador lo volvés a ver”.
Entre las cosas que observa Graciela en los colectivos, con el paso de los años, es cómo los audífonos clavados en los oídos conspiran contra su speech entre los más jóvenes, “pero igual compran”. Afirma que “te puede ir bien en las ventas con un colectivo en el que vengan diez personas que uno con gente parada, todo es relativo, ningún día es igual, ni un viaje el mismo. Hay días que vendo todo en tres horas y otros que vuelvo a mi casa con poca recaudación, pero lo que más me molesta es la gente que sube al colectivo a pedir, he visto pedir de rodillas o chicos con HIV que apelan a dar lástima, al pasajero son cosas que le molestan”.
Asegura que el peor momento para trabajar arriba del colectivo fue la semana que mataron a Gabriel Albornoz —abril de 1997—, chofer de la línea 125 y que motivó la implementación del sistema por tarjeta magnética como único medio de pago en el transporte urbano: “El clima estaba muy espeso, había entre los usuarios como una paranoia, fue la única vez que la pasé mal arriba del colectivo; recuerdo a una mujer que me clavó un codazo creyendo que era yo quien la quería robar. Hoy se ven muchos carteristas, siempre hubo gente que sube y roba a los pasajeros, contra eso no se hace nada, incluso suben pibes que están re puestos a pedir y se crean situaciones tensas en los viajes. Una cosa es subir para trabajar y otra subir para dar lástima, a la gente no le gusta.”
Graciela viaja periódicamente a Buenos Aires en busca de mercadería pero “ahora los importadores están preocupados porque está todo parado en la aduana, se consigue poca mercadería. Hay una industria de la venta ambulante, es mucha la gente que tiene un ingreso gracias a esa venta callejera o como en mi caso, en los colectivos, y la venta tiene que ver con el tipo de mercadería, el momento, la zona donde te movés”, apuntó la mujer. “Recuerdo cuando salieron las AFJP: nos buscaban mucho a los vendedores ambulantes por la gimnasia en venta que tenemos, en el trato a la gente, a mí me habían ofrecido también pero no cambio por nada la libertad de manejar mis tiempos, mis horarios, mi plata y mi independencia”, añadió Graciela, que cuando va a Buenos Aires por mercadería también se sube a los colectivos porteños, “mucho menos machistas que los de aquí”.
La mujer señaló que en Rosario los vendedores que se suben al colectivo “no somos más que un puñado, hay un par de muchachos vestidos de payasos también, cada uno con su estilo, tiene que ver con la personalidad de cada uno, están los que son largueros y pesados, un estilo que ya no va más. Yo en los comienzos era muy tímida, pero como en todo se aprende. También está quien se cree dueño de una zona; me pasó hace unos días en avenida Francia, con un muchacho que me vino a patotear diciendo que esa parada era de él”. Así, Graciela contó su historia, y se perdió entre la gente, buscando la parada, lista para trepar al estribo y ofrecer sus lapiceras.