Desde el vamos, la historia de la desaparición del cuerpo de Eva Perón, de Evita, conlleva misterio, intriga, conspiración, venganza, todo en una dimensión algo alucinada, tono que ya pudo leerse en el cuento “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh, y en la novela Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, por citar un par de casos. El cine dio sus propias versiones y hasta de procedencias extranjeras como la Evita (1996) de Alan Parker; la argentina Eva Perón (1996) de Juan Carlos Desanzo o la más reciente Eva de la Argentina (2011), animación de la periodista María Seoane, también por mencionar las más conocidas, pero ese aire espectral de los relatos escritos no se encontró en estas películas, que trabajaron más el aura mítica y de heroína de Evita.
A su modo, Eva no duerme, el film dirigido por Pablo Agüero retoma esa dimensión algo fantástica surgida del hecho mismo del secuestro de su cadáver y su posterior traslado a tierras incógnitas, sobre todo en lo que atañe a su carácter simbólico y a la poderosa influencia ejercida por esa mujer amada por millones de argentinos. Agüero encara con el mismo énfasis el paralelismo implícito entre la Evita en vida –con poderosas imágenes de archivo de sus discursos y del lamento de sus “descamisados” durante su multitudinario y doloroso velatorio– y la Evita una vez cadáver, ya en el sentimiento de sus seguidores, pero provocando toda suerte de desvaríos, contingencias, conmociones en cada uno de los involucrados en una de las historias más negras producidas por el odio clasista –“esa yegua” se escuchará repetidas veces alentando una ligazón con el presente de las redes sociales donde ese improperio surge en las voces y los carteles de los intolerantes con la actual presidenta– y la sed de venganza de un sector de la sociedad argentina.
Figura de una potencia extraordinaria para interpretar los deseos más inmediatos de las clases sumergidas, Evita impregnó los corazones de esas clases que siguieron el derrotero de sus consignas y enfrentaron a los poderes espurios establecidos a sangre y fuego. Y eso, como se sabe, esos poderes no se lo perdonarían jamás, y como ya no estaba viva, debían hacerse de su cuerpo para burlar a esos “negros”, “aborígenes”, “bestias”, y hasta “putas” –como dice la voz en off sobre las imágenes de archivo del film– que encontraron por primera vez quien los escuchara, tan bien expresado por el “Perón cumple, Evita dignifica” de la época.
Dividida prácticamente en tres episodios, Agüero se centra en ciertos momentos clave del devenir difunta de Evita primero; de su secuestro después, y de la vindicación violenta cometida en nombre de ese oprobio sobre uno de sus responsables directos. Dotada de una fotografía cáustica por su impronta ácida y subyugante, de una banda de sonido de intensidad protagónica, Eva no duerme resulta una particular lectura de esa sustancia del tiempo en la que leyenda y hechos reales pueden revisitarse con nueva lupa; instancias, detalles, incongruencias, conductas dispares, un personaje escindido del cual se oyó hablar pero del que nadie podría dar certeza de su existencia, componen de manera impresionista –del modo que cierto cine de drama fantástico puede lograrlo– cada uno de los episodios del film.
Evita eterna
“El embalsamador” titula el primero de esos episodios y en una puesta verdaderamente alucinada describe a Pedro Ara, un español pro-militar mientras embalsama el cuerpo de Eva por encargo directo del General. A través de una técnica que no resulta exagerado llamar artística, Ara pende de sus estados anímicos para intervenir y a partir de ellos va “diseñando” una forma eterna para ese cadáver. En planos casi “rembrandtianos” por su barroquismo pasa de la ofuscación a la fascinación haciendo carne sus dotes de demiurgo. Hay allí una mujer de la limpieza que “muere” por ver a su Evita porque la vieron millones mientras la velaban y ella no. Sin embargo, como una nota discordante que sonará en cada uno de los episodios, cuando puede hacerlo con permiso del embalsamador, su pudor se lo impide y termina abrazada a ese “maestro” y quedándose con su imagen viva.
Dos mundos opuestos
“Esa santita pagana que destronó a Dios”, dice la misma voz en off del principio cuando abre “El transportador”, el segundo de los episodios, y que no es sino la del un almirante, que después se corporizará como (Emilio Eduardo) Massera, a quien la historia sindica como implicado en la desaparición del cadáver y quien abre y cierra el film. El más lúdico e iluminado por sus resonancias clasistas e ideológicas de los tres fragmentos que componen Eva no duerme, “El transportador” pone en escena descabellada al coronel Carlos Eugenio Moori Koenig mientras lleva en la caja de un camión del ejército el cadáver recientemente robado del local de la CGT donde Ara lo había embalsamado. Encomiable hallazgo del actor francés Denis Lavant para esta interpretación vía apoyo de organismos del país galo, el “demente” coronel Moori Koenig de Lavant está a la altura de varias de sus mejores performances para directores como Léos Carax o Claire Denis. Atosigado por una paranoia que impregna cada uno de sus gestos y actos, el coronel deberá compartir parte de su delirante viaje con un cabo “cabecita negra” con quien terminará ensayando un desenfrenado, erótico y violento cuerpo a cuerpo de torsos desnudos –que recuerda a los de Bella tarea de Claire Denis– disputando el destino posible para ese cuerpo que llevan en el cajón. Dos formas de ver el mundo, dos formas de entender qué es lo que llevan en el cajón deben necesariamente concluir con la exclusión de uno de ellos. Con planos cerrados sobre rostros y cuerpos en el oclusivo interior del camión acompasados por la intermitencia de una lluvia nocturna, los visos poéticos y surreales de esas escenas magnifican la atrocidad y el absurdo de esa acción.
La revancha
En clara revancha a la desmesura de ese acto cometido por los militares en el poder luego del golpe del 55, la tercera parte de Eva no duerme muestra el secuestro del general Pedro E. Aramburu, uno de los gestores directos de la caída de Perón y probable conocedor del destino del cadáver de Evita. Más afincado en una estética realista que los otros dos episodios “El dictador” remite vagamente a Secuestro y muerte, el film de Rafael Filippelli sobre el mismo tema, centrándose en el interrogatorio que los miembros del comando montonero le hacen a Aramburu antes de condenarlo a muerte. Respecto a los dos que lo preceden, este episodio queda deslucido aunque no deja de apuntar las aristas de una violencia inconducente como la del mismo poder militar al que se acusa y aquí los militantes, a diferencia del film de Filippelli donde lucían hieráticos y asépticos, defienden sus convicciones sin disimular que afecta sus sensibilidades.
Como expresión cinematográfica, Eva no duerme traza una cartografía probable de un hecho por demás envuelto en el misterio y del que apenas fue develada una parte de su alocada consumación; hay una apelación al mito y a la fantasmagoría derivada del carácter sacrílego de ese acto –el secuestro y desaparición del cadáver– que se inscribe vastamente en sus protagonistas y procrea escenas de pesadilla que Agüero define apelando a una construcción poética libre y altamente sugerente.