Vince Carter anunció este jueves su retiro oficial del básquet, algo que no cayó por sorpresa, pero que dio el punto y final de una carrera tremenda que lo hará un inmortal del deporte en el futuro. Futuro miembro del Salón de la Fama, dejó una enorme huella. El periodista Andrés Monje, de Gigantes del básquet de España, lo describió al detalle con su impacto pleno, porque no todos son los números o los anillos. Vale la pena recrearlo.
Carter se despide de la NBA tras vestir las camisetas de los Toronto Raptors por siete campañas, New Jersey Nets (llamados así para ese entonces), Dallas Mavericks, Memphis Grizzlies, Atlanta Hawks, Orlando Magic, Sacramento Kings y Phoenix Suns.Lo inhumano y lo humano se asociaron en la carrera de un jugador que ejerció como símbolo, desafió la gravedad, fue gran estrella, entendió el cambio del juego, se adaptó a reciclajes en su rol y acabó disfrutando del lado didáctico del oficio. Nadie había tenido 22 años de trayectoria en la NBA. Hasta que llegó Vince Carter.
A 19 segundos para el final del encuentro entre Hawks y Knicks, del pasado 11 de marzo, con los neoyorquinos teniendo en el bolsillo el triunfo en Atlanta, Lloyd Pierce, técnico local (de 43 años), dio entrada a Vince Carter (de su misma edad). En su última posesión como profesional, Carter anotó un triple frontal, a pase de Trae Young, que fue celebrado por compañeros y público como si aquello trascendiera aquel partido. En realidad así era.
Debido a la crisis sanitaria mundial que ha paralizado el deporte, aquella fue la última canasta de una carrera de 22 años como profesional NBA, algo sin precedentes hasta su caso. El cierre a la trayectoria de uno de los veinte máximos anotadores de la historia (25.728 puntos), mito de la volcada, icono global a inicios de siglo y un admirable ejemplo de adaptación al entorno, superviviente tanto en lo relativo al juego como en su aclimatación a muy distintos roles colectivos.
“Si así es como acabó, al menos anoté mi último tiro. Será un recuerdo extraño pero bonito”, afirmaba Carter tras el duelo. Un momento complejo en el que, sobre todo, se mostraba agradecido. “El baloncesto ha sido bueno conmigo, he podido disfrutar cada momento, lo bueno y lo malo. Si este es el final, me parece bien”, señalaba.
Sólo Robert Parish (1611) y Kareem Abdul-Jabbar (1560) superan, en toda la historia, sus 1541 partidos de fase regular disputados en la NBA. Carter, oro olímpico con Estados Unidos en Sidney (2000), donde dejo uno de los dunks en juego más salvajes de siempre al elevarse sobre el gigante francés Frédéric Weis, dice adiós con innumerables historias en el zurrón y, especialmente, el orgullo creado a partir de un doble convencimiento: siempre lo dejó todo sobre la pista y, a la vez, lo hizo pudiendo ser él mismo.
Carter rechazó, por ejemplo, el camino fácil al anillo. No quiso unirse, durante su ocaso, a equipos poderosos que aumentasen sus opciones de título. Y lo hizo por un motivo tan básico como emocionante hablando de una figura de su calibre: el inquebrantable amor por jugar. “Sería más sencillo estar sentado todo el tiempo, dentro de un buen equipo. Pero quiero contribuir, enseñarle a los chicos jóvenes, con mi ejemplo, cómo pueden mejorar cada día. No llegué a esa etapa en la que no me siento capaz de salir a cancha y sumar, por eso no puedo aceptar no intentar hacerlo”, explicó en más de una ocasión.
Dos carreras en una
Su carrera pareció estar fragmentada en dos partes, tan radicalmente diferenciadas que parecerían diseñadas a propósito. Aterrizó en la NBA con 21 años, tras tres campañas universitarias en la Carolina del Norte que más de una década antes había visto también volar a Michael Jordan. Y poco tardó en llegar a la élite.
Durante la primera etapa de su trayectoria Carter fue una gran estrella, con ocho presencias en el All-Star durante sus primeras nueve campañas. En la segunda, cumplida la treintena, fue aceptando con naturalidad papeles secundarios hasta terminar desarrollando una labor de mentor y tutor de jóvenes, de enorme valor para franquicias alejadas del brillo y adentradas en procesos de reconstrucción. Ambas fases, tan distintas, explican la dualidad en Carter.
La primera no se entiende sin el significado de Carter en los Raptors, una franquicia por entonces nueva, sin identidad ni victorias; ni en Toronto, una ciudad a la que sus vuelos, carisma comercial y nivel competitivo pusieron en el mapa global de la canasta. Canadá vivió un fenómeno casi cultural con la irrupción de Air Canadá, Carter y su alter ego, Vinsanity, a inicios de siglo. Su figura acercó el baloncesto americano a un terreno, en cierto modo, por colonizar. Su ejemplo derivó en generaciones enteras de niños canadienses en las calles y canchas aspirando a convertirse en su sucesor. Si el baloncesto estaba dormido en el país, Vinsanity lo despertó.
Su cima deportiva allí fue cortada, casi de raíz, cuando su lanzamiento, para ganar sobre la bocina, en el séptimo partido de las semifinales de la Conferencia Este ante los Sixers de Iverson (2001), no encontró la red. Enésima muestra de cómo unos centímetros pueden cambiarlo todo. Aquel mismo curso ya no estaba junto a McGrady, que decidió volar en solitario en Orlando. Aquella derrota cambiaría su carrera.
Su abrupta salida de Toronto, que no hizo justicia a su significado allí, acabó con él en New Jersey, donde al calor de Jason Kidd encontró una segunda plenitud deportiva. Aunque también sin gloria colectiva. Tras un breve paso por Magic y Suns, en Dallas, ya con 34 años, comenzó el reciclaje marcado de su rol en un equipo que venía de ser campeón: pasó al banquillo con un fin esencialmente de tirador, para lo que acentuó su curva de intentos desde el triple.
Memphis, Sacramento y Atlanta, sus últimos tres equipos, pusieron sobre la mesa el valor interno de Carter. Mucho más que el externo, que antaño había tenido. Carter abrazó su papel de veterano que enseña desde el ejemplo, de entrenador-jugador, como muchos compañeros le denominaron. Lo hizo en proyectos sin brillo competitivo pero donde podía cumplir sus dos grandes deseos: ser parte activa de la rotación cada partido y poder tener un valor añadido en vestuarios jóvenes, a los que trató de hacer ver el buen camino como profesional.
Un adiós honesto y silencioso para un hombre que, marcando a toda una generación con un papel de estrella y artista del vuelo, supo encontrar paz y felicidad siendo ajeno a ese mismo papel. Un hombre récord que acabó disfrutando del placer de enseñar el oficio.
Un sábado para la historia
A pesar de que las historias orales de quienes le conocieron durante su juventud revelan un sinfín de monstruosidades, previas a su llegada al profesionalismo y realizadas a menudo en la soledad de canchas menores, los excesos de Vince Carter en el aire, no sólo en el apartado atlético (en torno a los 110 centímetros de salto vertical) sino también en el creativo e incluso el rítmico, tocaron cima el 12 de febrero del 2000. Fue en Oakland (California), durante la celebración del fin de semana de las estrellas en la NBA.
El concurso de volcadas regresaba entonces a la acción, después de tres años de ausencia. Su previa época oscura, de estrepitosa caída en el interés global, provocó su sustitución en la cita de 1998 (en su lugar se introdujo la competición de tiro ‘2Ball’, que involucraba, por equipos, a un jugador NBA y una jugadora WNBA de franquicias de la misma ciudad). Mientras que en 1999, debido al cierre patronal (lockout), ni siquiera se celebró el fin de semana de las estrellas.
Pero lo visto durante el 2000 daría sentido a la espera. El listado de participantes incluía a Ricky Davis (que sustituyó por lesión a Antawn Jamison), Larry Hughes, Jerry Stackhouse, Steve Francis, Tracy McGrady y Vince Carter. Estos dos últimos, compañeros en Toronto y familia (primos segundos). Y realmente la simple presencia de Carter justificaría lo demás.
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McGrady, confesaría después, ni siquiera quería participar, conocedor de primera mano del nivel de su compañero en los Raptors. Dicho de otro modo, sabía que nadie podría vencer a Carter. Pero este le convenció para tratar de subir el listón y aumentar el espectáculo aquella noche. Acabaría segundo, siendo el mejor de entre los mortales.
Carter y McGrady iban a ir juntos al evento, aunque la intensa lluvia que azotó la zona aquellos días provocó algún desajuste. Alojados en San Francisco y por tanto con necesidad de cruzar el puente para llegar al pabellón en Oakland, tenían contratado un chófer. Pero el conductor previsto nunca llegó, con lo cual tuvieron que improvisar, de urgencia, una solución secundaria para llegar a tiempo. En su caso, ir bien apretados –junto a otras dos personas de gran tamaño- en un vehículo reducido.
Carter, de 23 años recién cumplidos, llegaba con molestias en un dedo de su mano izquierda, lesionado días atrás. Nada importaría. En su primer mate de la noche (haría cinco), su batida daría paso a un giro de 360º y a reventar el aro con una mezcla hipnótica de armonía en el movimiento y violencia en la ejecución. Un perfecto ‘50’, sin discusión. Medio segundo de silencio abrió el júbilo de todos los allí presentes. Entre incrédulos y emocionados.
El público, en pie, gritaba enloquecido. Shaquille O’Neal, en primera fila, no podía cerrar la boca de la impresión, mientras grababa con su enorme videocámara. Kevin Garnett estaba asombrado y otros jugadores eran directamente incapaces de creer lo que habían visto. Se sucedían en adultos reacciones propias de niños, fruto del impacto de algo tan novedoso y bestial. Algo que tu cerebro no parece asimilar de primeras. Y sería sólo el inicio. Durante aquella noche Carter ascendió a los cielos y pasó a ser inmortal. Se grabó en las retinas de toda una generación.
Su segunda volcada, que partió desde detrás del aro, recibió un ‘49’, con Kenny Smith (que, como juez, le dio un ‘9’) teniendo el dudoso honor de negarle otro puntaje perfecto. Y tal circunstancia pareció motivar a Vinsanity, que en sus dos siguientes detuvo el tiempo.
Primero, pasándose el balón por debajo de las piernas, en al aire, a pase de McGrady. Una volcada icónica en su carrera y una de las fotografías más bellas que cualquier concurso haya ofrecido jamás. Tras la acción, de camino a su posición, agitaba sus brazos mientras en sus labios se podía leer el ‘it’s over’ (‘esto ha terminado’), que también repetía sin parar la televisión estadounidense. Tenían razón.
Después, ya en la final, lo haría también con en el que metió su antebrazo completo dentro del aro. Dos acciones salvajes, de ‘50’, que le encaminaban al triunfo. Cerró el concurso sin alardes, ya que McGrady falló su quinto intento y le puso en bandeja la victoria, al necesitar sólo 42 puntos para su último intento. La gloria, la inmortalidad en su caso, había llegado antes.
Carter no sólo ganó aquel concurso de mates. Cuando recibió el trofeo y Julius Erving –otra leyenda del vuelo- acudió a él, impresionado, para felicitarle, comprendió que había ido mucho más allá. Durante aquella noche en Oakland dejó su huella en la historia, resucitó el concurso y pasó a protagonizar, en primera persona, los sueños de todos aquellos que, en el futuro, querrían seguir su ejemplo. Soñarían, en canchas, patios o incluso sus casas, con ser Carter aquella noche de sábado. Soñarían, sin límites, con aprender a volar.