Por Mariángeles Castro Sánchez (*)
Unos pocos años han transcurrido desde que Michel Serres señaló el nacimiento de un nuevo humano. De un humano que conoce y se comunica de manera distinta a la de sus ancestros, porque ya no percibe el mundo del mismo modo. De un humano que habita otro espacio -el virtual- y que debe reinventarse a sí mismo en un escenario cruzado por profundos cambios.
Estas nuevas generaciones de humanos, de características propias y distintivas, utilizan la red como interfaz de vinculación con los otros y con su entorno. Así, niños, niñas y adolescentes integran hoy las mediaciones digitales a sus relaciones, al tiempo que los hogares modernos se convierten en entornos multipantalla, transformando múltiples aspectos de la vida de las familias.
En efecto, los medios digitales -que han llegado para quedarse, reproducirse y evolucionar- se han integrado de forma potente en el devenir cotidiano. Ahora bien, en la valoración que hacemos de esta cuestión, podemos nítidamente distinguir dos tendencias: una corriente tecnófoba, que considera que las nuevas mediaciones socavan las relaciones intrafamiliares, y una corriente tecnófila, que las celebra como la panacea del vínculo. Ambas miradas son extremas e imprecisas, y dan cuenta de una serie de mitos que es necesario desmontar para poder pisar sobre un terreno firme de discusión.
Por una parte, la visión tecnófila admite que las pantallas contribuyen notablemente a facilitar la gestión familiar. La tecnófoba, por la otra, sostiene que se han convertido en una fuente de conflictos y tensiones. En este contexto, los padres nos cuestionamos en qué medida suponemos ser un buen ejemplo para nuestros hijos y experimentamos, además, la necesidad de formarnos, de adquirir competencias para el desempeño de nuestro rol en este flamante ecosistema de medios. De saber más para educar en un uso prudente y saludable de dispositivos y pantallas.
Está claro que somos seres tecnológicos. Pero en este punto adicionamos un elemento que no puede quedar fuera del análisis: los seres humanos somos también seres éticos, que valoramos nuestras actuaciones y nos perfeccionamos en los hábitos. Para trascender, entonces, ese binarismo fobia-filia presente en las sociedades y en las familias, es conveniente adoptar un enfoque tecnoético. Esto implica una toma de conciencia de la labor educativa parental para potenciarla valiéndonos de los medios a disposición. Supone asumir una responsabilidad mediadora sobre la alfabetización digital de nuestros hijos, la formación de su identidad digital y la integración armónica de las dimensiones on y offline de sus vidas. Para ello, la generación de prácticas positivas continúa siendo un objetivo central de la parentalidad y el modelado de los padres sigue teniendo un efecto primario potente en los procesos de subjetivación de los niños.
Tecnoéticos para generar criterios de actuación basados en la reflexión y el discernimiento sobre los efectos de nuestros actos, nuestras motivaciones y sus consecuencias en los otros y en nosotros mismos, on y offline. Tecnoéticos y tecnovirtuosos; esto es: promotores de experiencias favorables para una vivencia sana, plena y feliz de las tecnologías digitales en nuestras vidas.
Sin perder de vista la realidad como punto de anclaje que encabalga ambos espacios: el físico y el virtual. Realidad que nos habla de la persistencia de la vida en familia y de la vigencia de la función educativa parental, aún frente a las intensas transformaciones culturales que la humanidad experimenta y más allá de las mediaciones que predominen.
(*) Directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral