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Yira yira: una vuelta mágica por la fábrica de carruseles

Una recorrida por la empresa más grande de calesitas del país, ubicada en Parque Chacabuco, dedicada a "hacer alegría". Claves e historia de un producto que pasó de reinados a clases populares, sigue vigente y tiene a la Argentina como la 6° potencia mundial

Por: Nicolás Recoaro/ Diario Tiempo Argentino  

Las vueltas de la vida. Cuando era muy pibita, Andrea Ali se enamoró sin rodeos de la calesita del zoológico porteño. Miles de horas pasó cabalgando las tardes sobre los pingos del primer carrusel 100% Made in Argentina. Una obra maestra parida en la larga década del ’40 del corto siglo XX por la factoría pionera de los hermanos rosarinos Sequalino. El mítico carrusel –fase superior de la calesita al incluir figuras que suben y bajan– giró en Palermo hasta 1979. «Yo crecí en el barrio y era como un imán. Nadie podía resistirse. El carrusel era magia pura», remarca Ali con los ojos todavía iluminados por el hechizo del recuerdo. Andrea ofrece un cafecito en la oficina que pilotea en Felimana Luna Park, prende un Marlboro y confiesa: «Acá me ve, varias décadas después, trabajando en la fábrica de carruseles artesanales más importante de nuestro país. Aunque le voy a ser franca, nosotros no hacemos sólo calesitas. Creo que más bien somos fabricantes de alegría, de sonrisas, de magia pura».

Vender carruseles, autitos chocadores, vueltas al mundo y otros juegos mecánicos. Esa es la quintaesencia de la empresa anclada en el gris arrabal fabril de Parque Chacabuco, de la que Ali es gerenta de marketing desde hace ocho años. La «dealer» de calesitas cuenta que Felimana nació en los años sesenta. Su padre fundador es Federico José Amado, fabricante avant la lettre del nicho dedicado al sano entretenimiento infantil. La primera calesita –un modelo estándar de 4,90 metros de diámetro y figuras fijas-, la forjó Amado en solitario hace 58 años. Su última creación –el colosal carrusel Titán Deluxe de tres pisos, 45 toneladas de peso, 104 caballos y capacidad para 200 pasajeros– fue fruto del trabajo aunado de los 26 laburantes de la pyme. Precisa la gerenta: «Federico anda por los 83 años y sigue al detalle cada una de las etapas de producción en los talleres, todo trabajo a mano y artesanal, hasta que el carrusel sale al ruedo. Es un sabio en la materia».

Ali no se queda atrás en conocimientos: deleita sobre calesitas y el círculo virtuoso de la industria. Detalla que la Argentina es la sexta potencia mundial en el rubro. Peleamos cabeza a cabeza con los coquetos girotondi italianos. Felimana domina el mercado local hace años. También exporta: sus diseños decorados con oropeles de estilo veneciano hacen las delicias de los gurises del Viejo Mundo, América del Norte, Brasil, Medio Oriente y mucho más allá.

Ni la pandemia, ni las ruinas circulares del capitalismo, mucho menos la arremetida impiadosa de la tecnología digital. Para la especialista, nada puede hacer chocar a la calesita: «Tiene siglos de historia y nunca pasó de moda. Cuando se arma un parque de diversiones, el primer juego en el que se piensa es el carrusel. En las exposiciones vemos a los empresarios y funcionarios subirse a los caballitos como si fueran nenes. Es algo único darse una vuelta en calesita. Ya le dije, magia pura que enamora».

El piropo de Andrea queda flotando en el aire de la oficina. Recuerda a otro cortejo dedicado a la sempiterna calesita. Es del escritor vasco Pío Baroja y se titula «Elogio a los viejos caballos del tiovivo». Sí, así de raro se llama a los carruseles en la madre patria. Dicen que el apodo surgió en Madrid, el 17 de julio de 1834 durante una epidemia de cólera, cuando Esteban Fernández, honrado propietario de un dispositivo de madera con asientos giratorios en el Paseo de las Delicias, murió repentinamente. Cuentan las crónicas que durante el recorrido fúnebre que llevaba al caballero sin escalas hacia el cementerio, resucitó milagrosamente frente a su calesita al grito de «¡Estoy vivo!». Los sortilegios de la vida eterna. Pero no demos más vueltas, volvamos a Baroja y su amoroso texto sobre las tropillas de madera. El nacido en el País Vasco dice: «Cuando aparecéis por los pueblos formados en círculo, colgando por una barra del chirriante aparato, todo el mundo se regocija. Y, sin embargo, vuestro sino es cruel; cruel, porque lo mismo que los hombres, corréis, corréis desesperadamente y sin descanso, y lo mismo que los hombres corréis sin objeto y sin fin…»

Andrea Ali, dealer de calesitas.

Foto: Diego Diaz

Ponys duermen la siesta en el patio de la fábrica.

Foto: Diego Diaz

Pequeñas batallas

En Francia se las llama «carrousel»; en España, ya dijimos, «tiovivo»; y en Israel, «sjarjará». La denominación «calesita» y el uso de la azarosa sortija –la pera milagrosa que regala una vuelta de yapa– son pura sangre criolla. La sortija es un invento argentino como la birome, el dulce de leche y el peronismo. «Cuando me toca entregar un carrusel en el exterior, la gente no sabe qué cuernos es la sortija», sonríe Ali mientras encabeza la recorrida por los talleres de la fábrica.

Los ojos del matricero Ramón Gambarte se abren como el movimiento ascendente de los animales calesiteros. Dice estar enterándose ahora del origen militar del carrusel. De raíces bizantinas, la «carosella» –que quiere decir «pequeña batalla»– era un dispositivo de entrenamiento para la caballería. El aparato llegó a Europa desde Asia por obra y gracia de los cruzados. Durante siglos, mantuvo su rol instructivo para los jinetes y luego devino en juguete de los monarcas. Su democratización llegó después de la Revolución Francesa. «¡Liberté, égalité, fraternité, carrousel!».

«Ni enterado estaba. La única batalla que conozco es con la fibra de vidrio, para que me queden prolijitas las figuras», acota Gambarte. Don Ramón tiene 66 pirulos. Hace 15 se gana el pan forjando caballitos, jirafas, osos, tigres, gorilas y vaya uno a saber qué otro bicho más. «Acá plantamos la semilla del carrusel . Sé un poco de todo: moldería, herrería, pintura… me doy maña». El artesano es nacido y criado en la ciudad tucumana de Acheral: «Infancia humilde, mi amigo. No había ni una moneda para la calesita», enfatiza, rodeadode su filosa amoladora y una docena de níveos ponys que duermen la siesta. Con los años, Ramón aprendió que a veces la vida da revancha: «Cuando terminamos de montar una calesita, aunque ya esté grande, me subo y doy una vuelta. Es como tener otra infancia.»

Don Ramón y sus corceles.

Foto: Diego Diaz

El pulido del pony es a mano.

Foto: Diego Diaz

Una pinturita

Como un Geppetto de los carruseles, Ricardo Costa es capaz de dar vida con sus pinceles. El hombre de 55 años es el bohemio de la fábrica. Artista plástico, escultor y diseñador autodidacta, Costa se autopercibe fan absoluto de Caravaggio: «El creador del claroscuro. Te juro que veo ‘La crucifixión de San Pedro’ y me inspiro para pintar los caballos». De la obra del maestro milanés, el pintor tomó dosis desparejas de realismo, que combina con pizcas de fantasía y psicodelia: «Fileteado a mano. Hay que darles expresión viva a las figuras. Pero también tengo que jugar con los colores más volados, darles fantasía con tonos más chillones. El rosado cerca del hocico, una mirada no tan realista, como si el caballo saliera de un sueño. Le dedico un día de trabajo a cada figura. Casi un mes para pintar los 24 corceles de una calesita».

Las postales venecianas que decoran las cenefas en la parte superior de los carruseles son su otra especialidad. Sin haber pisado jamás la ciudad de los canales, Costa puede pintar escenas hiperrealistas de la Piazza San Marco, il Carnevale, el Gran Canal, los gondolieri for export y los populares vaporettos. «Ojo que también me di maña para crear otros paisajes. Nos han pedido estilo western, jungla, desierto… son desafíos. A la calesita la pienso como una cajita musical. Yo la pinto».

El pintor Ricardo en su estudio.

Foto: Diego Diaz

«Morci», sapiente electricista de la fábrica de calesitas.

Foto: Diego Diaz

 Si querés dar la vuelta…

Juan Carlos Villalba siempre laburó en el gremio del transporte. Forjó carrocerías de colectivos, cabinas de camiones, vagones. “Ahora hace pila de años que hago carruseles. Es otro tipo de viaje”, dice «Morci», sapiente herrero y electricista de Felimana. Esta tarde le da duro y parejo con la soldadora a la base de un carrusel que dentro de unos meses va a terminar girando por los Estados Unidos. Un armatoste súper lujoso, con adornos de aluminio y acero inoxidable. Seguro cuesta como un departamento de un ambiente en un barrio bien bacán de la ciudad de la furia macrista. No es para menos: un carrusel estándar puede demandar hasta tres meses de trabajo. Uno para el extranjero de tres pisos, casi todo un año. De ahí que el costo de venta vaya de 20 mil hasta 70 mil dólares.

Villalba también se encarga de cranear los motores que hacen mover a las bestias. Detalla el electricista: «Es un mecanismo de relojería que gira en contra de las agujas, porque es más fácil de diseñar. Es otra manera de medir el tiempo, hermano». De alguna manera las calesitas, escribió hace algunos años la cronista María Moreno, ponen en escena que, en el ocio, el tiempo no es oro.

Al despedirse, Villaba yira yira por su memoria hasta hallar las calesitas que quedaron tatuadas en su inconsciente. Primero menciona la de tres pisos, «la Ferrari, una hermosura, hicimos dos, una está en Mar del Plata y la otra en Santa Fe. Son nuestro orgullo». Pero al final se queda con las de la infancia. La que daba vueltas en un baldío en Villa Albertina, sin biombo ni luces. O la otra más popular y populosa del centro de Lomas de Zamora. «Mi vieja tenía que laburar un par de semanas para poder llevarme con mis hermanos –rememora–. Una alegría terrible, y si agarraba la sortija, ni te cuento, hermano. Ya te deben haber dicho mis compañeros. Nosotros fabricamos alegría». «

El taller central de la fábrica porteña.

Foto: Diego Diaz

El equipo de Felimana junto a sus obras.
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