Uno: el diez suda y suda. Su camiseta celeste y blanca se le moja en la espalda y a la altura de las axilas. Y en la panza. Ese prominente estómago que se sacude con cada paso, como negando de antemano lo que se asiente por todos, o al revés, moja la franja nívea del uniforme de la selección. Diego paseaba por Rosario, hace diez años, yo lo vi. Caminaba intentando hacerlo inadvertido (un verdadero oxímoron) por la rambla del Paraná que luce, dicen los que mandan, como Barcelona. Llena de pozos y baches está Barcelona. Henchida de aumentos manu militari de costos de viajes en micros y con un impuesto “solidario” para hacer cloacas. ¿Solidario? No tienen vergüenza en esta Barcelona.
No me importó el desprecio que merecen los cholulos. Yo los seguí hasta el Parque de España. Canela, una perra callejera que fue de madre ovejero alemán y de padre cualquier otra cosa, lo miraba. Ella dormía al lado del arbolito. Sobre la tierra que asoma alrededor del tronco del jacarandá que, al este y al oeste, llueve celeste. Canela apenas levantó la cabeza, dejó que le acariciara ese hocico tibio, con canas, sincero y lo miró pasar. Fueron juntos. Con el mismo destino. El 14 de octubre de hace más de 10 años Maradona estaba en Rosario. Yo me acuerdo.
Dos: Dios es todopoderoso. Está en todos lados, en todos los lugares ¿Cómo es eso? Omnisciente, omnipresente. No te entiendo, te dije entonces. Y te lo digo ahora. Mientras vos estás por robarte el sacramento con crema pastelera de la panadería de calle Sarmiento, él te ve. O cuando te tocás, ahí abajo. Y ni te digo cuando le mentís a tu vieja. Sea por el vuelto de la compra del pan, fungido en harina y dulce, sea por la chupina del día de las isobaras e isohietas que no estudiaste. Todo. Todopoderoso. ¿Todopodersoso? Poderoso. Escucha, ve, siente, huele, sabe. Todo.
Hasta que un día, se ve que una rebelión y no una revelación, te pregunto. ¿Y Dios no tiene nada más importante que hacer que controlar si me afano un sacramento de la panadería o si me trafico las veinte guitas del vuelto? ¿No tiene ocupaciones mayores con todas las guerras que hay? Es Mafalda. La que me da letra, es ella.
Una lluvia aborregada, roja intensa en realidad, se abate sobre nuestras cabezas. La mía, al menos. ¿Desobediencia? ¿Gracia? ¿Pretendida ocurrencia? Merecés lo peor, traspasaste la puerta, lasciate ogni speranza voi ch’entrate, ya se sabe. Dios es todopoderoso, ubicuo, único e infinito, aquí y allá, sin tiempo, hoy, ayer y siempre a la vez. Puede todo. Es eso.
Y dios entendió eso. La primera vez que se le otorgó el título, le costó creerlo. ¿Yo? ¿Y por qué? Es un acto de fe que no admite discusión en contrario. Dogma de fe popular. Dogma. Verdad revelada que no necesita de demostración. ¿Y yo seré esa norma perenne, inmutable y universal? Eso preguntó él, cuando le gritaron por la calle, la primera vez, sos un dios. Hubo un viejo, entonces, que se atrevió a prevenirlo sobre las universalidades y eternidades fallutas, acá en la tierra y entre los mortales. Los hombres, dijo el viejo, en estas pampas y creo que en todas las alturas, mares y desiertos del globo, amamos los absolutos relativos. Son absolutos hasta que mis conveniencias se hayan saciado. Es un todo, absoluto, hasta que se me cante que deje de serlo, relativo. La relatividad de lo absoluto o lo absolutamente relativo.
El viejo fue casi cascoteado. A quién se le ocurre, enemigo de lo nacional y popular, asqueroso padre de las diatribas de los colores vernáculos que nos unen en pos de un futuro mejor. Derechos, humanos, todos los paisajes, todos los colores. Educados, abiertos, no tenemos racismo ni negros, somos tolerantes, salvo con los judíos, los turcos, los homosexuales y esas cosas, pero nada más. Viejo e’ mierda, qué sabés vos de nuestro dios todopoderoso, ungido en el altar de los pueblos, por todos, o la mayoría, no jorobes más.
Y nadie lo escuchó al viejo. Y dios, fue casi Dios.
Dios ejercía desde la cancha de fútbol. Y desde semejante recuerdo. Ese es su templo. De cortos y botines, abolida la sotana del caso, dios, imparte su gracia. Y ahí, sí, mi amigo, el espacio y el tiempo suenan relativos. La alegría, interminable. Dios Diego convierte el agua en río de vinos de goce, su cuerpo es ofrecido a todos como el cordero de la felicidad. Maradona, dios para todos desde el comienzo, puede con todo. Son siete, setenta veces siete, los defensores que lo pretenden interceptar. Y él puede. O si no, visten los colores imperialistas del mal y hasta dios puede cegar la vista del árbitro para que no vea la mano del creador. Pura justicia divina. Taquito, cabeza, izquierda y derecha, caño, eludir la barrera, tiro olímpico, todos celestiales. Todos. Y dios nos mira cómplice, pide que alguien tenga piedad de los otros. No de nosotros, porque somos su rebaño. Él es el pastor, nada nos puede faltar.
Pero dios (¿o nosotros, su pueblo?) está en todas partes. ¿Te acordás de los sacramentos, el vuelto y tus tocamientos? No fija límites y a los que se los pretendan fijar, cascotes como al viejo. Dios habla todo. De todo y en todas las lenguas. Habla. Habló del Papa, de Fidel, de la vida y la muerte, del aborto, del IVA, desde acá o desde el traste del mundo se ocupa de todos nuestros trastes y dice qué debe hacer cada uno de nosotros con él. Pero como es dios, todavía, nadie se le anima. Y sigue. Dios condena, absuelve, arbitrario, al menos fuera discrecional. Mata y resucita, al tercer día del jarrón, levántate y anda. Y como es dios, aún, nadie se le anima.
Inhala todo. No expulsa nada. Inhala convencido de que el polvo al que volveremos, el que alguna vez fuimos, es blanco como a él se le antoja. Su tabique se quiebra. Y el pueblo cede. Se tira sobre el templo de césped verde mal cuidado, y arrasa con todo. Pisotea. Dios clama autoridad. Pero todos se le animan. Dios, absolutamente relativo. Y así, sea.
Tres: mirar televisión como gesto de dejar de ver. No quiero ver el resto y miro la caja catódica. Ella me muestra ahora al Diego conversando de la hija de Dios, su propia hija, y se emociona. Llora. Hoy Maradona parece haber dejado de ser Dios y es, nada menos, Diego. Uno lo quiere aún más. Como cuando caminaba por el Parque de España, como cuando acariciaba a la perra, como cuando casi todos lo denostaban envidiosos por su deidad pagana. Miro a Maradona hoy y siento que envejecimos, decantamos, nuestra admiración. Sí. Es cierto. Todo esto para decirle que se lo quiere.