Cuando se cumplen tres años del Mundial de Fútbol en Qatar, donde Argentina obtuvo su tercera copa, el país es otro: los sueños se abisman a la derrota y la gente volvió a las calles pero ya no para festejar sino para decir “basta”
Hubo un tiempo que fue hermoso a pesar de todo. Fue exactamente hace tres años, fueron unos días de emociones fuertes, de gritar cada gol casi con un tono de desesperación que había estado contenido por décadas.
WOS cantaba: “…y no tengo pensado hundirme acá tirado/ y no tengo planeado morirme desangrado” como una plegaria que se repetía con algarabía cada vez que se escuchaba “Arrancármelo”.
En paralelo, con esa música de fondo, las imágenes en cámara lenta de los jugadores de la Selección Argentina de Fútbol corriendo felices por el campo de juego, todos abrazados como las y los argentinos en cada rincón del país, hacían pensar que era con todos, que se podía, que a pesar de todo lo vivido de un lado y del otro de la grieta, de los muertos y del horror de la pandemia, en el horizonte se filtraba un rayo de luz que, sin embargo, se apagó antes de lo pensado.
Todo era abrazos y emoción hasta las lágrimas, un país salía a la calle porque finalmente volvíamos a ser campeones del mundo, y de paso, orgullosamente envueltos en la bandera argentina, calmábamos un poco ese ego tan propio de un pueblo exitista que alguna vez aseguró que en el juego no está dispuesto a perder ni un amistoso.
Sin embargo, a tres años de esa proeza colosal, de ese gol por la tarde del 18 de diciembre de 2022, cuando Gonzalo Montiel pateó un último penal, se convirtió en parte de la historia y volvió la magia, Argentina atraviesa uno de los momentos más dramáticos de su historia reciente, por lo menos desde el regreso de la democracia, donde los partidos ya no sólo no se ganan, sino que se pierden por goleada del lado del equipo del pueblo.
Hoy la gente vuelve a estar en la calle pero no festeja nada. La angustia y la desazón por no poder llegar a fin de mes se hicieron carne en una sociedad que expone un cierto grado de resignación, una anestesia, un conformismo por momentos insoportable, fatal, hasta incoherente; acaso el mayor logro del gobierno libertario, que instaló el miedo y transformó el verdadero significado de la palabra “libertad” en una neologismo que se aleja bastante de su real sentido.
La del presente es la Argentina de los derrotados, de los carpeteados, de los insultados, de los discriminados, de los ensobrados, de los arrebatados, de los agotados, de los arreglados con dos mangos y de los que, del otro lado, juntan millones con la pala.
Los verdaderos poderes fácticos, los que forman parte de ese círculo rojo de privilegios obscenos, pusieron su pie bien grande (enorme) sobre los sueños que hoy son derrotas. Trabajadores de todas las áreas, los jubilados apaleados de los miércoles en la puerta del Congreso, los empleados públicos que se volvieron mala palabra como los periodistas o los artistas que tienen la osadía de criticar al gobierno; los científicos que alguna vez fueron un orgullo nacional y hoy forman parte de los despojos de un país diezmado, habitan sobre el tembladeral de una Argentina desconocida para la gran mayoría, arrasada, pensada para unos pocos, plagada de efectos mediáticos distractivos, Fake News y una normalizada y naturalizada posverdad.
Es en esa especie de circo oscuro, siniestro, donde pareciera que los personajes de La Ratonera que cuenta Shakespeare en Hamlet están de regreso una y otra vez, siempre dispuestos a repetir la parodia para entretener y agasajar al rey (que está desnudo por más que quieran arroparlo), que el tiempo vuela con destino al comienzo de este siglo, donde otro intento de reforma laboral que, como éste que se debate en el Senado, echaba por tierra los derechos de las y los trabajadores, terminó en una tragedia y puso en peligro la democracia.
Este es otro ciclo que se repite, es la traición y el triunfo de la mentira donde la verdadera batalla perdida no es la económica sino la cultural. El dolor de la derrota se siente a diario, un silencio vacío, hueco, acompaña los días a la espera de un cambio que no llegará sólo, a la espera de nuevos líderes que busquen reemplazar el odio con amor y empatía.
Pero el futuro no está escrito, no es un destino preestablecido, sino una construcción activa, personal y al mismo tiempo colectiva, plasmada sobre las decisiones y las acciones que tienen lugar en el presente. Tal como escribió Borges: “El futuro es lo que vamos a hacer, no lo que va a pasar”.
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