A medida que nuestra dependencia de la tecnología y la infraestructura digital aumenta, los efectos de una eyección de masa coronal (CME, por sus siglas en inglés) pueden ir más allá de una simple aurora boreal
Las tormentas solares, también conocidas como tormentas geomagnéticas, son fenómenos naturales que han acompañado a la Tierra desde siempre, pero que en la era digital representan una amenaza creciente. A medida que nuestra dependencia de la tecnología y la infraestructura digital aumenta, los efectos de una eyección de masa coronal (CME, por sus siglas en inglés) pueden ir más allá de una simple aurora boreal: hablamos de riesgos reales para satélites, redes eléctricas, sistemas de navegación GPS y telecomunicaciones globales.
Una tormenta solar se produce cuando el Sol emite una gran cantidad de plasma y radiación electromagnética. Estos eventos, que forman parte de su ciclo de 11 años de actividad, pueden alcanzar la Tierra en cuestión de horas. Cuando las partículas solares interactúan con el campo magnético terrestre, generan perturbaciones que afectan tanto a la magnetosfera como a la ionosfera.
Los satélites que orbitan la Tierra son los primeros en sufrir el impacto. Una tormenta solar puede dañar sus circuitos electrónicos, alterar las señales de GPS y provocar pérdidas temporales o permanentes de comunicación. Esto tendría efectos inmediatos en aviación, transporte marítimo y operaciones militares.
Las corrientes inducidas geomagnéticamente pueden saturar y dañar transformadores eléctricos. Un evento de gran magnitud podría provocar apagones regionales o incluso continentales, con repercusiones en hospitales, centros de datos y sistemas de abastecimiento.
Los vuelos que cruzan las zonas polares son especialmente vulnerables, ya que allí el campo magnético de la Tierra es más débil. Además, los astronautas en órbita quedarían expuestos a niveles peligrosos de radiación.
El caso más citado es el Evento Carrington de 1859, la tormenta solar más intensa registrada. En aquel entonces, los sistemas telegráficos colapsaron, e incluso se incendiaron estaciones debido a las corrientes inducidas. En un mundo hiperconectado como el actual, un evento similar podría causar pérdidas económicas millonarias y un parón tecnológico de consecuencias globales.
Otro ejemplo es el apagón de Quebec en 1989, causado por una tormenta geomagnética moderada que dejó sin electricidad a millones de personas durante más de 9 horas.
La NASA, la Agencia Espacial Europea (ESA) y otros organismos monitorizan constantemente la actividad solar mediante satélites especializados como el SOHO o el DSCOVR. Estos sistemas permiten emitir alertas tempranas, aunque el margen de reacción es reducido: en el mejor de los casos, unas pocas horas.
La inversión en infraestructura resiliente, sistemas de respaldo eléctrico y protocolos internacionales de emergencia son esenciales para mitigar el riesgo. Sin embargo, la realidad es que gran parte de nuestra red tecnológica sigue siendo vulnerable.
Las tormentas solares son recordatorios de que, pese a nuestros avances, seguimos dependiendo de un entorno espacial cambiante y poderoso. Prepararnos frente a estos fenómenos no solo es un desafío científico, sino una necesidad estratégica para proteger la sociedad digital en la que vivimos.
Con el aumento de la actividad solar previsto para esta década, la pregunta no es si ocurrirá un gran evento solar, sino cuándo.
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