La gloria no tiene precio: la huella humana de Miguel Ángel Russo, el padre, el guerrero de mil batallas y el ejemplo que convirtió a Rosario Central en campeón
Camila Strano / Especial para El Ciudadano
Lo simple sería hablar de sus resultados futbolísticos, lo cual no estaría mal, para nada. Su primera etapa clasificándonos a la Conmebol 1998 y haciendo abandonar al rival de toda la vida fue memorable.
Ni hablar de la segunda que nos llevó de los últimos puestos del promedio a la Sudamericana 2003 y a la Libertadores 2004. Mi favorita es sin lugar a dudas la de 2009, que aunque luego Horacio Usandizaga decidiera no renovarle el contrato, él no dudó en venir y salvarnos de irnos al descenso jugando la promoción contra Belgrano de Córdoba.
La cuarta dejó en claro su incondicionalidad sacándonos del lugar que un equipo con la grandeza de Central nunca debió pisar. Y la última fue el broche de oro, viniendo después de una paupérrima gestión de Rodolfo Di Pollina y Ricardo Carloni, armando un equipo que en gran parte se sostiene hasta el día de hoy y saliendo campeón de la Copa de la Liga 2023.
Así fue como Miguel Ángel Russo se convirtió en mucho más que un ídolo para Rosario Central. Y cuando digo más que un ídolo me refiero a que él no fue sólo un director técnico para el pueblo canalla, fue un ejemplo. Ejemplo al querer los colores como propios aun no habiendo salido del club y venir siempre sin importar el contexto. Ejemplo al levantarse cada mañana y ayudar a quienes al igual que él estaban atravesando una dura enfermedad. Ejemplo al contener a quienes dirigía al punto de que lo consideren un padre. Ejemplo al ser un guerrero de mil batallas.
Alguna vez atinó a decir que la gloria no tiene precio. Me pregunto entonces, ¿qué será la gloria? ¿Acaso que te quieran muchas hinchadas del fútbol sin importar rivalidades? ¿O que tu familia te acompañe en cada momento y nunca te suelte la mano? ¿O será, tal vez, la enseñanza de que en la cancha del fútbol y de la vida todo está permitido menos abandonar? Porque si hay algo que Miguel nunca hizo fue tirar la toalla, él peleó hasta el final como en aquel entonces que luego de realizarse una quimioterapia fue a dirigir a su equipo bajo la lluvia y lo consagró campeón.
Nos toca despedirlo, un ocho de octubre. Ocho de octubre que de 1967 capturaba a Ernesto Guevara y de 2024 despedía a Omar Palma, dos canayas de ley. Ocho de octubre que quedará marcado en la piel de miles que a lo largo y ancho del continente lloran al hombre de la sonrisa memorable. La vida le regaló que su última función sea nada más y nada menos que en el Gigante de Arroyito, estadio que, alguna vez lo vio irse revoleando el saco. Hoy nosotros y nosotras lo vemos irse, no sin antes habernos marcado para siempre.
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